El ocaso de los dioses

Fue una conmoción. Hay acontecimientos que quedan grabados a fuego en el subconsciente colectivo y que el paso de los siglos no logra borrar porque quedan guardados como un temor mudo e indescriptible. Es cierto que las dificultades venían arrastrándose desde el final de la dinastía Antonina, cuyo postrer emperador fue el indigno Lucio Aurelio Comodo Antonino (161-192), pero siempre se pensó que Roma era un Bien de la Humanidad y que hasta los bárbaros, zafios e incultos, ansiaban traspasar sus limes (fronteras) para disfrutar de la prosperidad que la “Pax Romana” proporcionaba. Suele ocurrir que cuando algo se percibe como indestructible es porque está empezando a mostrar síntomas de corrupción.

 

El grado de refinamiento del mundo romano es muy similar al que se conoce hoy día. Un viajero en el tiempo, de nuestro siglo XXI, no se extrañaría al ver, paseando por sus calles, como existían establecimientos hosteleros que ofrecían llevar comida a domicilio, lista para consumir “al mejor precio”. No le sorprendería contemplar paredes y muros cubiertos de inscripciones y dibujos realizados por adolescentes para desdicha de propietarios o ediles. Tampoco le llamaría la atención la propaganda mentirosa de los políticos para atraerse electores. Y le parecería lo más normal que la comidilla, en el foro, o acaso en las termas (ahora tan en boga), fuera la escandalosa relación entre el gladiador de moda y una ociosa famosae. Hay muchos más paralelismos fuera de lo anecdótico, pero dejaré que sean mis lectores los que saquen sus propias conclusiones.

 

Mas era un ciclópeo edificio que se venía abajo. La natalidad decreció porque la maternidad fue preterida ante las grandes y atrayentes posibilidades que ofrecía la diversión (la segunda palabra de la frase “panem et circenses”). Las legiones no contaban con suficientes efectivos para atender las necesidades defensivas porque el Imperio alcanzó su máxima extensión con Trajano y después se limitó a la contención, lo que se traducía en que no había posibilidad de ganar botín, dejando de ser una lucrativa opción. El estado, hipertrofiado y corrompido, valga la redundancia, era un agujero negro que consumía y dilapidaba todos los recursos que obtenía de sus incesantes exacciones… Los sucesivos emperadores lo intentaron todo para atajar los males. Es difícil sintetizar dos siglos en unas pocas líneas: Persiguieron a los cristianos cruelmente porque les acusaban de fracturar la cohesión social, concedieron la ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio para que nadie quedase al margen de su sostenimiento, quisieron descongestionar Roma delegando parte de su administración, emprendieron reformas como la “tetrarquía”, se convirtieron al Cristianismo de buena fe, otros hicieron apostasía pública o privada y hasta hubo alguno que murió en el campo de batalla… Finalmente Teodosio “el Grande”, decidió partir el Imperio en dos, la parte oriental, con capital en Constantinopla, gobernada por su primogénito Arcadio (379-409); la parte occidental seguiría teniendo su capitalidad en Roma y sería gobernada (es un decir) por su segundo hijo Honorio (384-424). El objetivo de todo ello era mejorar la defensa desde dimensiones más razonables para la época… y que algo de la civilización pudiera librarse de la ruina.

 

Roma seguía atrayendo inmigrantes de todo el mundo conocido, pero, avispados, ya había quienes vendían su domus (casa unifamiliar, de alto nivel), o abandonaban su miserable chiscón en una insulae (bloques de viviendas, generalmente realquiladas) para escapar al campo, más seguro que las calles de las civitas (ciudades), infestadas de bandas de delincuentes y que sufrían frecuentes incendios y derrumbamientos de edificios. Sí, el ciudadano normal pensaba que Roma era intocable, sus más de mil años avalaban que sobreviviría a todo lo que el Destino pudiera reservarle. Que los bárbaros se terminarían “integrando”, como los Visigodos, convirtiéndose en un pueblo “foederatii” y llegando a auxiliar como“socii" a las legiones. Que todas las dificultades se terminarían superando, que volverían los dorados tiempos de “leche y miel”, que Dios no castigaría a los romanos tan dolorosamente porque el Imperio, precisamente, era el pilar de la fe cristiana desde el Edicto de Milán promulgado por Constantino (313). Las autoridades habían ayudado a que se consolidase por todos los confines de su vasto territorio, a los que ya había llegado vigorosamente y en clandestinidad durante los tres siglos anteriores, como daba testimonio la sangre de los mártires. No, Dios no llegaría a ese extremo.

 

Esta era la opinión generalizada. Es cierto que Alarico (370-410), autoproclamado rey godo, se revolvió contra el emperador y saqueó Roma en 410, un hecho que sacudió el mundo en su época, pero su muerte, en ese mismo año, permitió que las aguas volviesen a su cauce y se publicitó hábilmente por la propaganda romana como un castigo del Cielo por su osadía. También era cierto que alanos, suevos, vándalos y sajones asaltaban impunemente todo el territorio de Occidente, pero había un emperador, a veces incluso varios simultáneamente, en Roma, Rávena o donde fuera, lo que constituía toda una referencia en aquel mundo que se tambaleaba. Mientras aquel representase una esperanza de reacción, el ciudadano romano soportaba que le robasen, le violasen, arrasasen las cosechas, le secuestrasen y le asesinasen porque, tarde o temprano, vendrían las legiones a restaurar la Justicia. Así que se acostumbró a los sobresaltos como quien lo hace al mal tiempo.

 

Un anticipo del final fue Atila (405-451). Este era un caudillo huno, semisalvaje, sin apenas instrucción contrariamente a lo que afirman algunas fuentes, pero con una inteligencia innata para la oportunidad. En su tiempo se le apodó como el “azote de Dios”, fue dueño de un imperio sin estructura administrativa alguna, sin capital y gobernado desde la montura de un caballo. Hostigó Constantinopla, y aunque se le atribuía una valentía extrema, no lo fue tanto como para atreverse a conquistarla conformándose con un reducido tributo entregado por Teodosio II. Así que volvió sus codiciosos ojos hacia Occidente. Como un relámpago atacó la Galia con más de 600.000 soldados y se dirigió, de norte a sur, contra Roma, devastando todo a su paso y exigiendo un matrimonio que le emparentase con la familia imperial. El Magister Militum (general) Aecio precisaba tiempo para sumar efectivos ya que no tenía capacidad para detenerle y el emperador Valentiniano III huyó cobardemente de Rávena a Roma. Entonces sucedió algo que no tenía precedentes. Un hombre solo, desarmado, acompañado de tres altos dignatarios de Roma, pidió ver al caudillo en medio de una brumosa madrugada, en las cercanías de Mantua. Después de conversar durante una hora larga, Atila ordenó dar media vuelta y retirarse del campo. Su interlocutor fue el Papa San León I “el Magno”. Lo que le dijo, si le amenazó o le exhortó, pertenece a la leyenda. Lo que ocurrió después, a la Historia.

 

Aecio no desaprovechó la oportunidad de sorprenderle en su retirada y acabar con él. Le alcanzó por la retaguardia el jueves 28 de junio de 451, a la altura de los Campos Cataláunicos (una explanada cercana a la actual Chalons, en la ribera occidental del río Marne, Francia) con la infantería de la última legión romana operativa (la Legio XXX Ulpia Victrix), auxiliada por la caballería pesada visigoda del rey Teodorico. Se considera una de las batallas más sangrientas de la Historia. Los cronistas de la época cifran las bajas en doscientas mil, Teodorico fue una de ellas, siendo sucedido por Turismundo en el mismo campo de batalla, tal como tenían por costumbre los visigodos. Parece ser que Atila logró huir, pero su cabeza tenía precio y la derrota le despojó de su carisma, por lo que fue asesinado poco tiempo después. Aecio, el Magíster Militum que le venció, excelente diplomático además de militar, no corrió mejor suerte. El emperador Valentiniano ordenó asesinarle como infame pago por su lealtad: se puede afirmar que la suerte quedó irremediablemente echada con la desaparición del que fue llamado el “último de los romanos”. Las intrigas y las conspiraciones se sucedían ante la indiferencia de los ciudadanos que se afanaban en sobrevivir mientras los invasores se iban asentando en los territorios que el Imperio les había asignado para su defensa en nombre del emperador, en pago a los servicios bélicos prestados… o porque era un hecho consumado.

 

Los castra (campamentos) estables de algunas legiones fueron el germen de nuevas ciudades, (como León, en España) más fácilmente defendibles por su concepción militar y con una guarnición que ya estaba plenamente fusionada y arraigada con la población que tenía que proteger hasta el punto de que hicieron suyo el emblema que las identificaría desde entonces. La mayoría fueron abandonadas por las continuadas depredaciones. Muchas localidades decidieron arrancar de las calzadas los hitos y las señalizaciones que delataban su posición al objeto de que las hordas bárbaras no pudieran dirigirse contra ellas y salvarse de ese modo. Otras usaron los estandartes de las Legiones más cercanas como manera de infundirse valor y disuadir al enemigo. Casi todas, abandonadas a su suerte por guarniciones que eran presa de deserciones o de matanzas, empezaron a acometer su propia defensa armando a los vecinos o encomendando su defensa a los duces bellorum (“señores de la guerra”) que disponían de soldados propios, antiguos eques (caballeros) romanos, legionarios y guerreros bárbaros atraídos por una buena paga. Barbarus (“bárbaro”) era un término que designaba de manera aséptica al forastero que no era ciudadano romano. Se podía traducir por “extranjero”. En el siglo V sumó la acepción (“fiero, cruel”) por la que es más conocido y que ha llegado hasta nuestros días.

 

Roma no era ya capaz de asegurar su propia integridad. Los emperadores se sucedían sin orden ni mayor concierto que sus huidas o asesinatos, en función de un jefe germánico (hérulo concretamente), que se había convertido en árbitro de la anárquica situación, cobrándose en oro el apoyo a unos u otros pretendientes, encumbrándolos para luego eliminarlos si llegaban a molestar. Aconsejado por un oscuro druida, llamado Erdevarges (puede que este personaje sea sólo una leyenda) decidió liquidar el Imperio Romano de Occidente definitivamente. Una noche de sábado sin luna, el 4 de septiembre de 476, se proclamó rey de Italia y mató a todos los altos cargos imperiales excepto al último césar. Rómulo Augústulo, apenas un niño, fue depuesto y desterrado a Neapolis (Nápoles), se libró de la muerte porque fue el único que no mostró miedo al caudillo germánico cuando le llevaron a su presencia. Odoacro mandó que llenasen un baúl con las insignias y sellos del Imperio y se lo remitió a Flavio Zenón, emperador bizantino, como símbolo del final de una era. Este, agobiado por sus propios problemas internos, aceptó la evidencia y le nombró su lugarteniente con el objetivo de reivindicar más adelante, si podía, la parte occidental del Imperio, como sí haría Justiniano. Odoacro desdeñó el cargo que Bizancio le ofreció: no lo necesitaba, pero eso le enemistó abiertamente con el basileus (emperador bizantino).

 

La noticia se extendió con formidable rapidez, causando la conmoción que refería al principio de este ensayo histórico-legendario. No había precedentes para tal aflicción, la congoja se apoderó del ánimo de todos los ciudadanos romanos frente a la indiferencia, cuando no abierto regocijo, de los barbari, cuyos jefes dejaron de actuar como funcionarios de Roma, algo que, por otra parte, no era más que una impostura. Sin embargo, los ciudadanos romanos de Hispania siguieron jurando su fidelidad a un emperador que no existía hasta casi un siglo después, ya con el visigodo Leovigildo como rey. Es curioso comprobar como el ser humano se aferra a los símbolos cuando estos se convierten en la referencia de una identidad.

 

Britannia no fue una excepción. Era hostigada desde el norte por los pictos, hibernios por el oeste, sajones y anglos desde el sur y el este, y contemplaba con agonía como el mundo romano, al que pertenecía desde los tiempos del emperador Claudio (10 a.C.-54 a.D.), era completamente derruido. Fue entonces cuando un mando legionario, un eques de familia romana, llamado Lucius Artorius Castus fue nombrado Regissimus Britaniarum, es decir, el máximo mando militar en la isla en nombre de una Roma que ya no existía. Con los restos de la Legio VI Victrix y asesorado por un erudito cuyo nombre era Dubricius de Caerleon (el Merlín de la leyenda) consiguió restaurar el orden romano desde Camulodunum (actual Colchester, a unos 75 kilómetros al nordeste de Londres) utilizando la nueva caballería pesada romana como fuerza de intervención rápida para resolver cualquier contingencia. Ello le fue posible reparando la red de calzadas que los romanos habían construido y estableciendo unos pequeños puestos de vigilancia, apenas dotados por media docena de efectivos entre soldados y enlaces, que tenían el cometido de advertir inmediatamente al Regissimus en caso de revuelta o invasión.

 

Como sucedió cuando un numeroso ejército de anglos al mando de Cedric desembarcó en el sur de Britannia. Artorius, al mando de su ejército, les interceptó en la batalla del monte Badon (mons Badonicus en latín, la colina de Salisbury según el monje Gildas). La victoria del Regissimus fue completa ante un enemigo muy superior en efectivos y significó el inicio de una leyenda que impregnó toda la Edad Media y que ha llegado hasta nuestros días como paradigma de la Justicia y la Esperanza.

 

En mi anterior ensayo “La Pérdida de España”, manifesté que, frecuentemente, la Historia se entrelaza íntima y sugestivamente con el Mito, porque este último también es la expresión de los anhelos y los temores de las personas que han ido desfilando por este teatro del mundo, actores necesarios del drama que es la Historia, por lo que se puede deducir que la Leyenda es una suerte de “Parahistoria”, si el amable lector me consiente el neologismo. Así que descorramos con cuidado el delicado velo que la oculta y observemos con los mismos ojos con los que contemplamos los sueños…

 

El “Arturo” real fue un personaje que desentonó con los demás gobernantes de su época porque siguió fiel a la herencia de Roma. Para los barbari no era más que inmenso botín, un territorio de conquista. Artorius recogió lo mejor del mundo romano para mantenerlo en pie, a sangre y fuego, mientras la Europa romana era destruida. No es de extrañar que la leyenda se apropiase de su memoria. Merced a su magia, Arturo Pendragon fue un rey; sus comandantes fueron los doce caballeros que se sentaban con él en la “tabla redonda”; la Mesa Redonda (“tabla” es una mala traducción) es un recuerdo de la Última Cena que hizo furor en las cortes europeas medievales. Como no puede haber paladines sin una causa y una misión, la historia, hechizada (porque eso es una leyenda), se abandonó a las más sublimes: la Justicia y la búsqueda del Santo Grial, respectivamente.

 

Tampoco podía faltar el toque trágico, porque el final de Artorius lo fue. Consciente de que Roma no sería restaurada, dejo de gobernar en su nombre y se autoproclamó imperator. Fue traicionado por miembros de su familia, que no dudaron en llegar a un acuerdo con los barbari (como sucedió en Hispania dos siglos después) para rebelarse contra él y derrotarle. Ganó la batalla decisiva (Calmann), pero su sobrino logró herirle de muerte antes de perecer. Arturo Pendragon también fue objeto de traición, incluyendo el adulterio de su esposa con Lanzarote del Lago. También cayó en batalla y su espada, Excalibur, está preservada por hadas que la entregarán al monarca cuando regrese, lo que hará si Inglaterra se halla en peligro. Sus doce caballeros se lanzaron a los caminos para encontrar la morada del Rey Pescador, último custodio del Santo Grial, con la esperanza de que el Cáliz que recogió la sangre de Cristo Crucificado pudiera devolver la vida a Arturo y que con ella, también retornase la paz a Camelot. Todos fracasaron porque eran pecadores. Todos menos Perceval y Galahad…

 

El hecho es que Britannia dejó de existir. Los britanorromanos lograron imponer con abnegación y martirio el Cristianismo y terminaron fusionándose con los anglos, con los sajones, y tras la batalla de Hastings, en 1066, con los normandos.

 

Pero esa es otra historia…

Debate comenzado por Angel Nevernet_Láncaster , en 21 Noviembre 08:57
Respuestas
jaloque, Sábado, 13 de Abril de 2013 17:05
jaloque
"frecuentemente, la Historia se entrelaza íntima y sugestivamente con el Mito, porque este último también es la expresión de los anhelos y los temores de las personas que han ido desfilando por este teatro del mundo, actores necesarios del drama que es la Historia, por lo que se puede deducir que la Leyenda es una suerte de “Parahistoria”, si el amable lector me consiente el neologismo. Así que descorramos con cuidado el delicado velo que la oculta y observemos con los mismos ojos con los que contemplamos los sueños…" Totalmente de acuerdo con esta descripción que hace Angel Nevernet sobre la interacción entre la Historia y el Mito. Ambas tienen similares protagonistas y lugares....
 
jaloque, Sábado, 13 de Abril de 2013 16:57
jaloque
Dar un paseo por la HISTORIA, de tantos siglos de extensión, con la fidelidad y la facilidad con que nos conduce Angel Nevernet, es como viajar en un caballo imaginario que nos acerca, sin perder el paso, a hechos y a cambios de la historia que marcaron el mundo. Vemos casi delante a personajes que fueron reales, como Artorius, una persona de carne y hueso que con su arrojo y victoria sobre los "anglos", casi impensable, se sitúa en un lugar preeminente para cambiar la Historia, y sus gestas vividas en la realidad, le va transformando en leyenda para ser "ARTURO", el rey que gobernó "a la romana" arropado por un grupo de nobles que conocemos como "Caballeros de la Mesa Redonda". Como la vida misma, tuvo muchas luces y algunas sombras en el devenir de su reinado, como nos cuenta Angel Nevernet. Su muerte real, como la de su leyenda, fue dramática, pero bajo el signo de los guerreros que se recuerdan. Su espada Excalibur, dice la leyenda, está custodiada por las hadas por si un dia Inglaterra se viera en peligro y necesitase una nueva gesta de Arturo, y se la volverían a entregar.
 
Etelvina, Viernes, 12 de Abril de 2013 02:00
Etelvina
Angel admiro la pasión con que escribes la historia y tienes la habilidad de hacer que el lector se transporte y sienta como si estuviera viviendo en la edad media. Sería un placer leer tus textos sobre la batalla de Hastings en 1066. Un fuerte abrazo!
 

 

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